sábado, 25 de abril de 2009

Expansión del islam

Expansión del islam

Por Richard Foltz

El islam es considerado frecuentemente una religión árabe, y durante gran parte del siglo VII realmente lo fue. La tercera gran creencia enraizada en Abraham (junto al judaísmo y el cristianismo, religiones que tienen sus orígenes en la figura bíblica de Abraham) nació en el occidente de Arabia. Su profeta, Mahoma, era árabe; las escrituras reveladas, el Corán, están escritas en árabe y en las postrimerías de la vida de Mahoma, en el año 632, todas las tribus de la península Arábiga habían acatado su autoridad. Los ejércitos acaudillados por los árabes conquistaron territorios desde la península Ibérica hasta la India en menos de cien años, implantando una administración central, el califato, en la que los árabes ocupaban la mayor parte de los cargos de poder y de privilegio.


Muchos árabes llegaron a considerar sus sorprendentes triunfos militares como una prueba de la superioridad de su nueva religión.


Esta creencia parecía confirmarse por la afluencia de nuevas e insospechadas riquezas y de bienestar procedentes de los territorios conquistados.


Los árabes capturaron enormes botines en sus batallas y tras sus victorias asumieron posiciones importantes y lucrativas en el seno del gobierno imperial del califato.


El nuevo imperio les proporcionó asimismo el control sobre el comercio, una situación tremendamente favorable tanto para los comerciantes árabes como para los funcionarios gubernamentales encargados de la recaudación de impuestos.


Por lo tanto, no resulta sorprendente que los árabes se mostraran remisos a compartir estos enormes beneficios con los pueblos excluidos de la comunidad musulmana.


Tampoco es de extrañar que los extranjeros intentaran entrar a formar parte de este grupo privilegiado. En gran parte, esta tensión estuvo subyacente en la dramática transformación del islam, pasando de una forma de expresión cultural específicamente árabe a una tradición cosmopolita y universal en el transcurso de poco más de cien años.





Mezquita de Sidi Sahab, Kairuán Esta antecámara ornamentada con un revestimiento de azulejos se halla en la mezquita de Sidi Sahab (también conocida como la mezquita del Barbero), uno de los edificios religiosos con los que cuenta la ciudad de Kairuán en el centro de Tunicia. La mezquita alberga el mausoleo de Sidi Sahab, que mantuvo una estrecha amistad con el profeta Mahoma, fundador de la religión musulmana. Fue conocido como “el barbero del profeta” ya que siempre llevaba con él tres pelos de la barba de Mahoma.

La aceptación de otras culturas por parte de los árabes

Aún cuando mucha gente sigue considerando que el islam fue una religión difundida “a punta de espada,” resulta importante diferenciar entre la difusión del gobierno musulmán y la propagación del islam como creencia religiosa. El Corán afirma que “no existe coacción en los asuntos de religión” y los árabes musulmanes, en su deseo por preservar su poder y el misterio de su éxito, no mostraron ningún interés en incorporar a terceros en su comunidad. Sin embargo, el Corán impone a los musulmanes difundir las normas islámicas y allí donde vivan los musulmanes, no están obligados a respetar leyes que puedan atentar contra sus creencias.

Desde las primeras grandes conquistas árabes, desde los territorios bizantinos originales de Egipto y Siria por el oeste y el norte hasta todo el Imperio persa de los Sasánidas por el este, los musulmanes, por lo general, se contentaban con dejar intactos los sistemas e infraestructuras existentes. Como pueblo tradicionalmente tribal, los árabes carecían de experiencia previa o de modelos propios para gobernar todo un imperio de pobladores no árabes. Sensatamente optaron por dejar prácticamente todo como lo encontraban, ocupando los puestos de gobierno más altos y actuando como autoridad máxima en la toma de decisiones importantes. Los registros administrativos se llevaban en griego, arameo o persa pahlavi durante todo el siglo VII e incluso después en Oriente, y las monedas fueron acuñándose con inscripciones árabes de forma muy paulatina. Los sistemas impositivos permanecieron inalterados y las comunidades locales en el interior de los nuevos territorios árabes a menudo prevalecían bajo la jurisdicción legal de sus propios dirigentes. Los jueces musulmanes, o qadis, designados de forma centralizada sólo administraban justicia en casos importantes. Los burócratas conservaban, por lo general, sus puestos bajo la autoridad de jefes árabes nominales. En la educación, los maestros cristianos, judíos u otros no musulmanes continuaron impartiendo sus enseñanzas en las principales instituciones (tales como la escuela médica en Gundeshapur, en el sudoeste de Irán), instruyendo a menudo a estudiantes árabes musulmanes.

De hecho, el periodo de la dinastía árabe Omeya (661-751), comparado con las condiciones existentes de bizantinos y Sasánidas, fue de una extraordinaria tolerancia religiosa y cultural para las poblaciones no musulmanas sometidas. Sin embargo, las prácticas de gobierno de los Omeyas obedecían menos a la benevolencia que a finalidades prácticas.

Los árabes consideraban el islam como su religión propia y en tanto en cuanto mantuviesen un firme control de la política, las tradiciones de los denominados pueblos bajo protectorado (indígenas sometidos protegidos por los musulmanes contra otros ejércitos invasores) no les planteaban ninguna amenaza. Es más, los árabes eran conscientes de las múltiples formas en que, como gobernantes, podían beneficiarse de las herencias culturales de sus súbditos. Los Omeyas toleraron y favorecieron la inmigración de expertos, tales como físicos, astrónomos y matemáticos, procedentes del mundo bizantino. Muchos de estos inmigrantes eran miembros de sectas cristianas heterodoxas o paganos no conversos que sufrían persecución bajo los bizantinos y hallaban mayor hospitalidad en los territorios bajo soberanía árabe. Los árabes se mostraban asimismo receptivos a aprender de las tradiciones intelectuales del mundo clásico mediterráneo, incluidas las obras de los filósofos y científicos griegos y latinos, que, sin embargo, eran rechazados por los bizantinos cristianos. Como resultado de tal interés, muchas de las obras clásicas fueron traducidas al árabe y más tarde dichas traducciones árabes llegaron hasta la Europa medieval, principalmente a través de España.

Debido a la confianza religiosa de los Omeyas, los árabes musulmanes se beneficiaron de los aspectos más provechosos de las civilizaciones que les habían precedido. La adopción de un sinfín de herramientas administrativas, técnicas y científicas enriqueció su imperio y configuró el desarrollo de la cultura islámica.

Consecuencias de la conversión al islam

Muchos de los súbditos árabes buscaron integrarse en la comunidad musulmana por el mero hecho de que los árabes protegían a su colectivo privilegiado. Los burócratas al servicio del gobierno árabe intuyeron un aumento de poder por la vía de la conversión; entendieron que así las relaciones con sus superiores mejorarían y que su puesto sería más seguro caso de adoptar la identidad musulmana.

Los negociantes vislumbraron ventajas derivadas de la pertenencia a una red comercial global dominada cada vez en mayor medida por los musulmanes, dentro de la cual éstos recibían de manera habitual trato de favor y ciertas concesiones. Los intelectuales esperaban ver legitimadas sus teorías e ideas presentándolas dentro de un contexto islámico. Mediante la conversión, los soldados profesionales podían combatir con el ejército islámico y participar consecuentemente del botín y demás beneficios en las campañas árabes coronadas sistemáticamente por el éxito.

Algunos conversos entrevieron incluso alguna ventaja de la liberación del jizyah, o impuesto de capitación que los súbditos bajo protectorado debían satisfacer a sus amos musulmanes. Los musulmanes concebían este impuesto como una tasa por protección, ya que los no musulmanes no estaban obligados a servir en el ejército. Sin embargo, aún cuando algunos no musulmanes pudieran considerar este impuesto como discriminatorio, durante los primeros años del califato Omeya el jizyah era claramente inferior a los gravosos impuestos recaudados por bizantinos y Sasánidas. Por consiguiente, a la mayoría de los súbditos del califato este impuesto no debió parecerles excesivamente oneroso.

Uno de los problemas que hubieron de afrontar quienes deseaban ingresar en la sociedad islámica fue que ésta todavía estaba organizada según las normas tribales árabes. Una de las bases del Corán es la igualdad de todos los creyentes en Dios, pero en realidad las divisiones jerárquicas entre los árabes nunca llegaron a desaparecer.

Los primeros conversos y sus descendientes se creían con derecho a una consideración especial y existían rivalidades entre los clanes de La Meca y los de Medina. A medida que algunos clanes se desplazaron por el imperio para establecer bases locales de poder, fueron surgiendo tensiones entre los grupos árabes de diferentes regiones geográficas. Por tanto, mientras los árabes se definían a sí mismos como musulmanes en relación con los extranjeros, entre ellos mantenían perfectamente viva la afiliación del clan que constituía la base de su identidad dentro de sus propias comunidades.

Por definición, cualquiera que no fuera árabe carecía de identidad de clan árabe. Convertirse en musulmán era enormemente sencillo, pues el único requisito consistía en recitar la shahada, la profesión de fe: “No hay otro Dios que Alá y Mahoma es su Profeta”. Pero convertirse en miembro de la sociedad árabe era otra cuestión. Para un converso no árabe, la solución radicaba en buscar un patrono árabe que actuase de valedor dentro de un determinado clan.

La revolución Abasí

El sistema de patronazgo por el que los no árabes conseguían ser admitidos en la comunidad musulmana no les garantizaba la completa igualdad expuesta en el Corán. El puesto de cada individuo en el seno de la estructura social árabe basada en los clanes sólo podía ser garantizado por el amo árabe de quien seguía dependiendo el individuo. A finales del siglo VII parece ser que muchos de los conversos comenzaron a mostrar su descontento con la situación y comenzaron a explorar vías para afianzar la igualdad de derechos con los musulmanes.

Sin embargo, los súbditos no eran los únicos musulmanes descontentos. La insatisfacción fue aumentando entre los diferentes clanes árabes por culpa de ciertas desigualdades regionales de poder político y económico. Eran muchos los árabes que opinaban que los califas Omeyas y sus familias, que gobernaban desde Damasco (en la actual Siria), habían comenzado a imitar el corrupto estilo de vida de los depuestos gobernantes bizantinos. Los Omeyas fueron acusados de beber en exceso, de libertinaje, de nepotismo y de otros vicios. La confrontación entre el primer gobernador Omeya, Muawiya, y el cuarto califa, Alí ibn Abi Talib, desembocó indirectamente en el asesinato de este último en 661. Asimismo, fue Yazid I, el hijo de Muawiya, quien en 680 al frente del ejército mató al segundo hijo de Alí, Husayn, y a sus seguidores en la ciudad iraquí de Karbala.

La cuestión de la legitimidad se convirtió en el punto de unión de los musulmanes con cualquier tipo de reivindicación contra los Omeyas. Para el gran número de enemigos de los Omeyas, una alternativa natural consistía en apoyar la jefatura de la Casa del Profeta, el shiísmo. En Jurasán, en la franja oriental persa del imperio más alejado del alcance del poder del califato, la gran oposición al gobierno de Damasco, aliada con un sentimiento popular en favor de Alí en el seno de la milicia local, inspiró una revolución que logró destronar a los Omeyas en 751. La revuelta estaba acaudillada por el general iraní Abu Muslim en nombre de un descendiente de Abbas, tío del Profeta, que dio nombre a la nueva dinastía de los Abasíes.
La creciente influencia de los conversos no árabes

Hacia finales de siglo VIII el número de conversos no árabes aumentaba de forma constante y tal incremento supuso un auge de su influencia. En calidad de musulmanes con una posición reconocida dentro de la sociedad islámica, dichos conversos tenían derecho a acceder a la autoridad divina encarnada en el Corán al lado de los patronos árabes, y en ocasiones en clara competencia con ellos. Para ello debían aprender árabe y de esta forma se convirtieron en los primeros gramáticos de la lengua árabe. A medida que los conversos fueron adoptando el árabe como la primera lengua de la cultura islámica, cada vez más extendida, fueron transformando su propio idioma. Los eruditos dedicados a las tareas de traducción ejercieron una especial influencia a la hora de estructurar el idioma. El árabe, originalmente una lengua de nómadas del desierto, carecía de vocabulario para expresar multitud de conceptos científicos y filosóficos abstractos. El sinfín de palabras y expresiones nuevas acuñadas por los traductores convirtieron el árabe en un idioma de civilización elevada, capaz de comunicar las ideas más complejas y refinadas.

Según aumentaba el número de no árabes que se convertían en miembros de la comunidad musulmana, surgían discrepancias acerca de las normas de conducta y forma de vida. El Corán sólo se pronuncia explícitamente sobre algunos aspectos legales y de comportamiento. Aún cuando muchos musulmanes opinan que, debidamente interpretado, el Corán proporciona directrices para todos los temas de la vida, es frecuente que no existan tales interpretaciones. Cuando todos o la mayoría de los musulmanes eran árabes, era la tradición social árabe la que prevalecía cuando el Corán no se pronunciaba en contra. Sin embargo, los no árabes a menudo poseían normas distintas y a medida que fue aumentando el número de musulmanes no árabes comenzaron a generarse numerosos conflictos. El recurso a la autoridad común del Corán no siempre solucionaba las disputas y los musulmanes buscaron una fuente adicional de autoridad en el ejemplo del profeta Mahoma. El Corán respaldaba este recurso al afirmar: “Tenéis un buen ejemplo en el mensajero de Dios.” Si una de las partes en una disputa podía alegar que el profeta en persona había sentado algún precedente de un determinado comportamiento o postura, era considerado como argumento de autoridad por los musulmanes. No obstante, de todo esto sólo podía tenerse conocimiento a partir de anécdotas sobre el profeta transmitidas oralmente por quienes le habían conocido personalmente.

Muchos individuos de mentalidad crítica asumieron la tarea de recopilar historias acerca del profeta. Intentaron esclarecer la credibilidad de tales narraciones analizando las biografías de quienes las habían transmitido. El resultado de esta actividad tremendamente erudita, que se prolongó hasta el siglo IX, fue un enorme cuerpo de literatura sagrada denominado Hadit. La mayoría de los musulmanes acabaron por aceptar los hadits como la máxima autoridad después del Corán. Parece ser que la creciente difusión internacional del islam fue clave para lograr la recopilación de la literatura hadit, ya que las seis colecciones de hadits reconocidas como canónicas por los musulmanes sunníes fueron recogidas en el mundo iraní. Algunos estudiosos han aventurado que fueron las discrepancias en cuanto a normas sociales entre árabes y conversos no árabes las que crearon la necesidad de un cuerpo de autoridad comúnmente aceptado. Es decir, mientras todos los musulmanes fueron árabes, los temas no abordados de forma explícita en la revelación divina se resolvían según la normativa árabe, pero si la desavenencia se planteaba entre árabes y no árabes, las reglas establecidas por los respectivos bandos no coincidían, planteando la necesidad de una segunda autoridad.

El auge de la influencia persa

Los Abasíes trasladaron la capital califal a Mesopotamia, en la franja occidental del mundo iraní. A partir de ese momento, la influencia persa sobre la vida secular y religiosa fue enorme. Los nuevos califas eligieron a persas (sobre todo de la familia Barmakí, que anteriormente habían sido sacerdotes budistas) para la mayoría de los puestos ministeriales importantes. Bajo la influencia de sus consejeros iraníes, los Abasíes adoptaron casi en su totalidad el sistema imperial de los Sasánidas, incluido el protocolo de la corte, el sistema fiscal para la agricultura (los terratenientes locales recaudaban los impuestos imperiales), el calendario solar y los festivales de los equinoccios, el patronazgo de la literatura cortesana y la música. Incluso llegaron a adoptar las ideologías y el simbolismo de los emperadores Sasánidas preislámicos; estas ideologías y simbologías estaban basadas en la monarquía absoluta en la que el monarca se consideraba la “sombra de Dios en la Tierra”.

La segunda mitad del siglo VIII presenció un auge formidable de los factores iraníes en la conformación del desarrollo de la civilización islámica. En el 762, el califa Al-Mansur construyó una nueva capital imperial entre los ríos Tigris y Éufrates cerca de la antigua capital Sasánida de Ctesifonte; la nueva ciudad fue bautizada con el nombre de Bagdad, que en persa significa “otorgada por Dios”. Junto con la familia Barmakí, otros iraníes ocuparon altos puestos administrativos bajo la regencia Abasí como, por ejemplo, Ibn al-Muqaffa, conocido por su traducción de obras literarias del persa al árabe. Aún cuando el árabe no era su idioma nativo, Ibn al-Muqaffa consideraba tales traducciones como un medio de afianzar la superior cultural iraní.

Esta paradoja refleja lo más profundo de la identidad iraní. Ibn al-Muqaffa era un converso al islam y en el transcurso de pocos siglos prácticamente todos los persas habrían de convertirse en musulmanes. Pero, sin embargo, habían sido los árabes, considerados por los iraníes como seres inferiores incivilizados desde tiempos inmemoriales, quienes les habían llevado el islam. Aún en nuestros días, muchos iraníes consideran la destrucción árabe del Imperio de los Sasánidas como la mayor tragedia aislada de la prolongada historia iraní. Durante el siglo VIII, los eruditos persas como Ibn al-Muqaffa’ consideraban las traducciones persas al árabe como una forma de consolidar la legitimidad y el poder iraní en todo el mundo islámico. Estos intelectuales iniciaron un movimiento literario conocido como shu’ubiyya que favoreció la traducción al árabe de obras como Las mil y una noches, que conquistó un lugar por derecho propio en el parnaso de la literatura islámica. El movimiento shu’ubiyya simbolizaba la variedad de enfoques por medio de los cuales los iraníes y otros pueblos no árabes abrazaban el islam para integrar su historia en la cultura islámica.

El poder de la herencia cultural iraní resultó ser vigoroso. A lo largo de los siguientes siglos la civilización islámica con marcada influencia persa se fue difundiendo y asentando en todo el continente asiático hasta la India y parte de China. En el siglo XI, Mahmud de Gazni, un turco recién convertido de Asia Central que impuso el gobierno islámico en el norte de la India, intentó legitimarse a sí mismo patrocinando la elaboración de la gran epopeya nacional iraní, El Libro de los Reyes, que ensalza el pasado persa anterior al islam. En esa misma época, un traductor de Asia Central afirmaba en su introducción a una importante obra sobre la historia local: “Pocas personas sienten el deseo en estos días de leer un libro en árabe. Por tanto, siguiendo el consejo de los amigos, he traducido este libro al persa”.

El legado continuo de la expansión islámica

En poco más de un siglo las incipientes tensiones entre no árabes y musulmanes ayudaron a la gestación de la religión internacional del islam. Cuando los mongoles destruyeron el califato en 1258, la literatura, la pintura, la arquitectura y la educación islámicas habían quedado conformadas según los patrones persas. A la hora de valorar las primeras contribuciones iraníes a la administración, finanzas, derecho, teología y filosofía islámicas, resulta evidente que la cultura iraní desempeñó un papel importante en la evolución del islam, un papel que, en palabras de un erudito, no es menor que el de la civilización helenística en la conformación de la cristiandad. Durante este mismo periodo al desarrollo del islam contribuyeron el Occidente islámico, los sirios, los egipcios, los bereberes, los españoles, entre otros. Y a partir del siglo XI, los turcos, los indios y otros pueblos asiáticos también aportaron nuevas influencias a la dinámica civilización islámica.

Actualmente, menos del 15% de los 1.000 millones de musulmanes en todo el mundo son árabes, y en el sur de Asia viven más del doble de musulmanes que en el mundo árabe. Desde Senegal hasta Filipinas, los conversos a esta religión mundial han infundido sus propias tradiciones culturales autóctonas a la realidad múltiple que es el mundo islámico. Sus incesantes contribuciones forman parte de un proceso iniciado por los primeros conversos hace más de 13 siglos.

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